Y SE LO DIJE A MAELO

 




Por: Rogelio Marzán Hernández


Fue en un chinchorro de esos genuinos como por Loíza Aldea. Paredes con tablones de madera de distintos tamaños y tonalidades, algunos algo desprendidos, techo en zinc, bar sencillo en bloque y un aroma a salitre, con fritura y candela. Un viejo televisor en blanco y negro sobre una repisa presentaba un combo tocando bomba y plena. En una esquina, una pequeña tarima con espacio para pocos músicos. Ahí veo a Don Ismael. Pareciera haber cantado ya en el lugar, creo yo. Muy emocionado le pido tomarme una foto junto a él. Se veía bastante delgado, con la barba blanca casi completa. Me sonrió y bajó de aquella tarima. Cuando se para frente a mí, me percato de su estatura. Mis ojos a la altura de su barbilla. Le doy un abrazo que él devuelve como si me conociera de la calle Calma. Al abrazarle, me hizo recordar cuando de niño saludaba en las fiestas familiares a un tío algo mayor que le guardaba mucho aprecio y que fumaba como chimenea tren, un recuerdo que ahora de adulto me despierta una nostalgia inevitable.

Intenté tomar una foto, pero no sucedió. El celular en la mano ya no lo podía operar. No sé por qué, pero fue entonces que le hablé de una joven colombiana que llevaba una cruzada en su nombre. Él sonrió como agradecido. Le indiqué que ella lo mantenía vigente en las redes sociales. Vuelve a sonreír, pero algo diferente esta vez. De su bolsillo derecho sacó una pequeña navaja con la cual comenzó a raspar, en la repisa de madera donde estaba el viejo televisor, una frase familiar. Oigo de repente en el televisor algo que suena como “maquinolandera”. Regreso la mirada donde estaba aquél gran señor, pero ya no lo vi más. Desperté.


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