Por: Daniel Flórez Porras
Hace algunas semanas nos tomó por sorpresa la noticia sobre el cierre definitivo de “Son Salomé”, bar emblemático de música salsa en Bogotá D.C., que, desde su apertura al público en 1984, formó a un público rumbero en el aprendizaje sonoro y de danza alrededor de los ritmos afroantillanos y del Caribe, desde el son, la pachanga y la charanga, pasando por el guaguancó, el son montuno, la guaracha, el mambo, la rumba, la guajira y alguna bomba o plena de madrugada.
Pero especialmente, y por eso es reconocido este lugar, fue el centro festivo en esta ciudad desde el cual se difundieron (junto con otro Bar emblemático “El Goce Pagano”), con especial fuerza y encanto, los ritmos frenéticos del songo y la timba, con Los Van Van de Juan Formell a la cabeza, siendo esta la columna vertebral de la adopción de la cubanidad, por parte de un segmento de la población habitante de esta metrópolis fría y andina, a cientos de kilómetros del mar Caribe como lo es la capital de Colombia.
El anuncio lo hizo oficial en la página de Facebook del bar su propio fundador y dueño, el reconocido disc-jockey y comerciante de la noche, José “Chepe” Armando García, confirmando de esta forma los rumores ensordecedores que se venían ventilando desde antes en las redes sociales, a través de las cuentas de varios gozones, asistentes ocasionales o permanentes a esta casa de la cultura afrocubana, que deja tras de sí con su clausura, un enorme legado de experiencias sonoras, frecuencias ritmáticas, poliritmias festivas, montunos melancólicos y guayabos (resacas) victoriosos.
Este fue el melancólico mensaje publicado en Facebook el 14 de mayo a las 22:19:
Importamos de Francia el primer elepé de Totó la Momposina, de Venezuela “Vamo a ve pa ve”, de los Gaiteros de San Jacinto: los puristas se quejaron por considerarlos no aptos para los oídos de entonces; en enero del 84 -sanduuungaaa- programamos “Por encima del nivel” y otros temas de la olvidada Cuba: anatema, muchos dijeron no a esas sonoridades y que qué pasó con “El ratón”, con “Mujer divina”, con “Quítate tú”, decían; años después, cedimos: “Aguanile” de Marc Anthony, entonces, improperio va, improperio viene y chao, abandonaban el local. Y así pasaron 35 años, miles de historias, de anécdotas, de personajes en su mayoría fascinantes y música y más música corría bajo los puentes. ¡Carajo! Cuánta armonía, complicidad, hermandad giran alrededor de los tambores; cuántos besos y abrazos con unos rones, con una orquesta en tarima, con una pareja en la pista. Y llegó el terror y el terror nos asustó, nos separó, nos amedrentó: cumplió. Mandaron cerrar el mundo y que seríamos los últimos en reincorporarnos y, tal vez, lo lográbamos; pero, el futuro, ¿qué seremos en el futuro? ¿trombones y pianos deshumanizados? ¿Una birra en un cubículo? ¿Una barra fría como tumba? ¿Un hi a dos metros? No podremos. Adiós.
https://www.facebook.com/sonsalome
Ante este perentorio “Adiós”, inmediatamente las reacciones no se hicieron esperar, y muchos de los que disfrutaron de este escenario de encuentros, desde bohemios, melómanos, coleccionistas y músicos, pasando por oficinistas, académicos y estudiantes, expresaron su conmovedor saludo de solidaridad al viejo Chepe, recordando todos los momentos de goce, de “bacanería”, de semblanzas, en lo que para muchos fue parte de su memoria musical rumbera y escuela de formación de su banda sonora.
Sin embargo, el cierre de tan emblemático Bar es apenas un ejemplo de lo que viene sucediendo en muchos otros establecimientos de la noche y de la rumba de la capital. En realidad, son absolutamente todos los locales de comercio del sector de las discotecas, cafés y restaurantes que se encuentran en peligro de clausura definitiva, ante el abrupto cierre al cual se vieron sometidos como efecto de la decisión decretada de Aislamiento Preventivo Obligatorio (APO), por parte del Gobierno Nacional en Colombia. Esta decisión implica cuarentena, distanciamiento social y medidas de bioseguridad en relación con la emergencia causada por la proliferación mundial del virus SARS-CoV-2, causante de la enfermedad COVID-19.
En este contexto, no es solamente Bogotá, sino también Cali, Barranquilla, Medellín, Bucaramanga, en general todas las ciudades capitales de Departamento y ciudades intermedias que vienen siendo testigo, en medio de la confusión y el miedo que causa la amenaza de muerte de una enfermedad altamente contagiosa y con un alto nivel de letalidad, frente a la cual aún no se ha encontrado la cura. Esta incertidumbre de alcance planetario, para el caso del sector de la rumba, y específicamente de los bares de música salsa, ha prendido todas las alarmas ante otros anuncios de cierre definitivos de bares, similares a los de Son Salomé, los cuales desde ya invitan a la reflexión.
De ahí que sea oportuno la relectura de un texto de investigación histórica y sociológica, como lo es el libro: “Salsa y Cultura Popular en Bogotá”, cuyos autores son los sociólogos Nelson Antonio Gómez Serrudo y Jefferson Jaramillo Marín, publicado por la Editorial de la Pontificia de la Universidad Javeriana, en coedición con la Universidad Autónoma de Colombia, en 2013. Esta obra de 246 páginas, reconstruye en sus cuatro capítulos, junto con los varios mapas ilustrativos en sus anexos, el proceso histórico de la forma cómo desde finales de los años 60 y comienzos de los 70, se instauró en el espacio urbano, una cartografía de lugares de baile y de escucha de una renovadora música que se comenzó a conocer desde entonces como salsa, pero que en su interior reunía los más disímiles ritmos afrocubanos.
Toda una novedad para entonces si se tiene en cuenta que, esta ciudad a 2.650 metros sobre el nivel del mar, es de una temperatura fría y de un trato social adusto, que, sin embargo, desde comienzos del siglo XX comenzó a ser una urbe receptora de inmigrantes de otras regiones del país, entre los cuales la colonia de los costeños del Atlántico y del Pacífico trajeron consigo nuevas experiencias socio culturales que lograron permear las costumbres conservadoras de los habitantes originarios de la capital. De alguna forma, este escenario socio cultural explica la consolidación de una ciudad cosmopolita y colorida, diversa, pluriétnica y multicultural, si se mira desde lo regional (la migración extranjera no ha sido en Colombia representativa en un gran número), lo cual posibilitó que, en las décadas anotadas, surgieran en el contexto del barrio popular los bares, barras, discotecas o salsotecas.
En este sentido, el análisis que los autores abordan, respecto a la salsa en Bogotá como una cultura popular, se explica en parte gracias a la migración interna desde otras regiones hacia la capital, que tuvo lugar históricamente como resultado de la expulsión forzada y del despojo de la tierra a miles de campesinos, producto de la violencia política generalizada en los campos, pero también porque la ciudad siempre ha sido un epicentro generador de empleo y de oportunidad de acceso a servicios educativos y culturales que hace 50 o 40 años no se conseguían en las ciudades intermedias.
Lo anterior, sumado a la particularidad que trae consigo la salsa y los tipos sociales que se encargan de producirla y consumirla, los cuales se originan desde la marginalidad para luego conquistar otros espacios sociales de privilegio, junto con los mecanismos de difusión de la radio, el cine, la televisión hasta llegar al Internet de hoy, contribuyeron a irrigar en el imaginario colectivo, pero especialmente en el territorio urbano a través de los bares, esta experiencia sonora y festiva específicamente oriunda del Caribe pero que la altiplanicie andina recibió con fervor y entusiasmo.
Los bares, aquellas cavernas románticas, refugios de amantes, plataformas de músicos trashumantes, lugares de encuentro para enamorados, canchas de juego para el flirteo de los desconocidos, puertos de desempleados, libretas de apuntes de poetas trasnochadores, balsas de naufragios etílicos, espacios de desahogo para el desengaño que se canta en el bolero, grietas de sombra para los bravos y malandros, pasarelas abiertas para el embrujo femenino, compuertas hacia el destino de las pistas para los bailadores, antes recubiertas del humo vacilante del tabaco, museos de la memoria musical a través de sus cuadros y retratos de leyendas, custodios del patrimonio sonoro de las ondas melódicas que expulsan los surcos de los vinilos y los rayos láser que leen en el disco compacto los sentimientos de los ausentes, barcos a la deriva de tormentas que provocan las conmociones políticas y sociales. Pero por sobre todas las cosas, escenarios de tolerancia y de goce inconcluso que sus devotos deben renovar cada fin de semana, para provocar de nuevo el éxtasis que generan los arreboles de la madrugada y el sudor que hace las veces de comunión con los dioses.
En otras palabras, sin esos territorios del goce, hoy en peligro de extinción, la rumba pierde sentido, pues ella se debe al contacto social y a la comunión colectiva de la fiesta, del salir de sí, del quitarse la máscara y brindar con los brazos en alto mirando al techo de luces de neón que es el cielo estrellado en un Bar salsero. Desde esta perspectiva, el libro de “Salsa y Cultura Popular en Bogotá”, se encarga de rescatar del olvido, con base en el testimonio aportado por testigos de primera mano a través de decenas de entrevistas y trabajo de campo, esa memoria colectiva alrededor de los primeros bares de salsa (algunos ya extintos y otros vigentes hasta antes de la pandemia actual), describirlos como receptáculos de sentido y generadores de identidad por parte de quienes fueron sus dueños, sus asistentes, sus difusores y consumidores, en otras palabras, por parte de quienes se los gozaron, “militantes de la rumba y el sabor”.
En palabras del prologuista del libro en mención, Alejandro Ulloa Sanmiguel, “los autores construyen una cartografía de las rutas, los ejes y las estrategias festivas generadas en torno a la salsa y el baile” p, 13. De esta forma, se entiende como esta territorialidad del goce festivo se va anclando en espacios singulares de la ciudad, con una alta carga de sentido para quienes los habitan, generando entre sí intercambios de clientes y de gustos musicales que finalmente configuran circuitos de rumba, como una especie de islas que se interconectan en toda la ciudad, gracias a imaginarias rutas de la salseridad, que se desarrollan a partir de diferentes horarios y prácticas. De ahí que existan sitios para el goce vespertino, para la rumba de cenicienta que va hasta la medianoche, la rumba de madrugada hasta las 3:00 am, junto con los llamados “amanecederos” o clubes privados, hasta los sitios ocultos para la autoridad que se van de descargas hasta la mañana siguiente.
Para el caso particular de Bogotá, tal y como lo ilustran Gómez Serrudo y Jaramillo Marín en su libro, la rumba salsera se inició desde finales de los 60 por el sur, con el primer circuito rumbero que se estableció en un municipio anexo llamado Soacha, desde el cual rápidamente saltó al popular barrio El Restrepo, y así de barrio en barrio para llegar a colonizar a mediados de los 70 el centro histórico de la ciudad, y desde ahí desplegar otros circuitos rumberos: La Macarena, Chapinero, Teusaquillo, Galerías, cada uno con sus respectivos bares o territorios de goce, hasta llegar al norte de la ciudad, con satélites en el occidente y oriente de la misma.
Nombres de discotecas, salsotecas, “rumbiaderos”, bares, como: “Casa Internacional de las Estrellas”, “Salsoul”; “El Palladium”; “Saoco”; “Calipso”; “Rumbaland”; “La Gaité”; “Melodías”; “El Scondite”; “La Jirafa Roja”; “La Bodeguita del Centro”; “El (primer) Goce Pagano”; “El Tunjo de Oro”; “QuiebraCanto”; “La Teja Corrida”; El (segundo) Goce Pagano”; “Mozambique”; “La Rumba de Efra”; “Borinquen”; “Tabogo”; “El Abuelo Pachanguero”; “La Bomba”; “Cachao”; “Galería Café Libro”; “Sandunguera”; “La Montaña del Oso”; “Punto Verde”; “Salsa Camará”; “Mulenze”; “Siboney”; “El Antifaz”; “Pachanga y Pochola”; “Salomé Pagana”; “Tibiri Tábara”; “Cuban Jazz Café”; “Ti Ti Có”. Estos son apenas una pequeña muestra, de nombres que activan la memoria musical salsera, que en su conjunto adquieren una carga de sentido a partir del “recorrido de la experiencia sensible”.
Lo sensible, ese sentido del recorrido que da la experiencia de buscar un bar para encontrar en este el baile, la escucha atenta, la gozadera, la cumbiamba, el agite, el bamboleo, el bembé, son apenas unas cuantas de las experiencias humanas alrededor del disfrute que se van con los bares que cierran y se renuevan con los bares que abren. Ahora bien, el nacer y morir de los bares salseros (y en general de todos los otros géneros), es una dinámica propia del negocio y de la industria de la rumba, pero en el contexto actual de pandemia, en medio de una de las crisis económicas más profundas, cuando a todos los establecimientos nocturnos les bajaron el taco de la luz de forma simultánea y abrupta, siendo los primeros negocios que debieron cerrar y, de llegar la cura, seguramente los últimos en abrir, nadie puede asegurar si para entonces haya combustible para que la función pueda continuar.
Desde este enfoque, cobra mayor relevancia la comprensión que se lleva a cabo en “Salsa y Cultura Popular en Bogotá”, respecto a la experiencia vivida y la educación sentimental territorializada que se construye en y desde los bares:
Los circuitos y los territorios de la rumba salsera bogotana descritos hasta ahora constituyen una experiencia de vida para los amantes del género durante cuarenta años ininterrumpidos. Estos espacios vitales configuran lo que aquí denominamos una escuela sentimental. Sus principales características son la formación de un gusto por el género, la configuración de una personalidad auditiva y la sedimentación de unas prácticas y unos rituales de aprendizaje. Esta educación sentimental está conectada a una cultura que se despliega en unos lugares de memoria festivos, la mayoría desaparecidos, pero algunos conservados y renovados con el tiempo. (P. 87)
Los más de cuarenta años ininterrumpidos de rumba salsera en los bares como territorios de goce, acaban de interrumpirse. El adiós de Son Salomé es apenas uno de tantos que ya se han dado y se seguirán dando, no solamente en Bogotá, sino también en Cali, Medellín, Barranquilla, y también en otros países del continente y del Caribe. Aunque en este contexto no se hable de pérdidas de vidas humana, ni de Unidades de Cuidado Intensivo ni de respiradores, sí estamos hablando de empleos que se pierden, de inversiones que se acaban y de deudas impagables que se acumulan. Porque la empresa cultural también se resiente, y es tan vital e importante como la vida misma, el SOS para los territorios del goce: los bares de salsa, no es una frivolidad en medio de la emergencia, sino una reflexión más en medio de la confusión para generar conciencia. Esperemos que llegue la vacuna entonces, y saber que queda “pal bailador”.
Hace algunas semanas nos tomó por sorpresa la noticia sobre el cierre definitivo de “Son Salomé”, bar emblemático de música salsa en Bogotá D.C., que, desde su apertura al público en 1984, formó a un público rumbero en el aprendizaje sonoro y de danza alrededor de los ritmos afroantillanos y del Caribe, desde el son, la pachanga y la charanga, pasando por el guaguancó, el son montuno, la guaracha, el mambo, la rumba, la guajira y alguna bomba o plena de madrugada.
Pero especialmente, y por eso es reconocido este lugar, fue el centro festivo en esta ciudad desde el cual se difundieron (junto con otro Bar emblemático “El Goce Pagano”), con especial fuerza y encanto, los ritmos frenéticos del songo y la timba, con Los Van Van de Juan Formell a la cabeza, siendo esta la columna vertebral de la adopción de la cubanidad, por parte de un segmento de la población habitante de esta metrópolis fría y andina, a cientos de kilómetros del mar Caribe como lo es la capital de Colombia.
El anuncio lo hizo oficial en la página de Facebook del bar su propio fundador y dueño, el reconocido disc-jockey y comerciante de la noche, José “Chepe” Armando García, confirmando de esta forma los rumores ensordecedores que se venían ventilando desde antes en las redes sociales, a través de las cuentas de varios gozones, asistentes ocasionales o permanentes a esta casa de la cultura afrocubana, que deja tras de sí con su clausura, un enorme legado de experiencias sonoras, frecuencias ritmáticas, poliritmias festivas, montunos melancólicos y guayabos (resacas) victoriosos.
Este fue el melancólico mensaje publicado en Facebook el 14 de mayo a las 22:19:
Importamos de Francia el primer elepé de Totó la Momposina, de Venezuela “Vamo a ve pa ve”, de los Gaiteros de San Jacinto: los puristas se quejaron por considerarlos no aptos para los oídos de entonces; en enero del 84 -sanduuungaaa- programamos “Por encima del nivel” y otros temas de la olvidada Cuba: anatema, muchos dijeron no a esas sonoridades y que qué pasó con “El ratón”, con “Mujer divina”, con “Quítate tú”, decían; años después, cedimos: “Aguanile” de Marc Anthony, entonces, improperio va, improperio viene y chao, abandonaban el local. Y así pasaron 35 años, miles de historias, de anécdotas, de personajes en su mayoría fascinantes y música y más música corría bajo los puentes. ¡Carajo! Cuánta armonía, complicidad, hermandad giran alrededor de los tambores; cuántos besos y abrazos con unos rones, con una orquesta en tarima, con una pareja en la pista. Y llegó el terror y el terror nos asustó, nos separó, nos amedrentó: cumplió. Mandaron cerrar el mundo y que seríamos los últimos en reincorporarnos y, tal vez, lo lográbamos; pero, el futuro, ¿qué seremos en el futuro? ¿trombones y pianos deshumanizados? ¿Una birra en un cubículo? ¿Una barra fría como tumba? ¿Un hi a dos metros? No podremos. Adiós.
https://www.facebook.com/sonsalome
Ante este perentorio “Adiós”, inmediatamente las reacciones no se hicieron esperar, y muchos de los que disfrutaron de este escenario de encuentros, desde bohemios, melómanos, coleccionistas y músicos, pasando por oficinistas, académicos y estudiantes, expresaron su conmovedor saludo de solidaridad al viejo Chepe, recordando todos los momentos de goce, de “bacanería”, de semblanzas, en lo que para muchos fue parte de su memoria musical rumbera y escuela de formación de su banda sonora.
Sin embargo, el cierre de tan emblemático Bar es apenas un ejemplo de lo que viene sucediendo en muchos otros establecimientos de la noche y de la rumba de la capital. En realidad, son absolutamente todos los locales de comercio del sector de las discotecas, cafés y restaurantes que se encuentran en peligro de clausura definitiva, ante el abrupto cierre al cual se vieron sometidos como efecto de la decisión decretada de Aislamiento Preventivo Obligatorio (APO), por parte del Gobierno Nacional en Colombia. Esta decisión implica cuarentena, distanciamiento social y medidas de bioseguridad en relación con la emergencia causada por la proliferación mundial del virus SARS-CoV-2, causante de la enfermedad COVID-19.
En este contexto, no es solamente Bogotá, sino también Cali, Barranquilla, Medellín, Bucaramanga, en general todas las ciudades capitales de Departamento y ciudades intermedias que vienen siendo testigo, en medio de la confusión y el miedo que causa la amenaza de muerte de una enfermedad altamente contagiosa y con un alto nivel de letalidad, frente a la cual aún no se ha encontrado la cura. Esta incertidumbre de alcance planetario, para el caso del sector de la rumba, y específicamente de los bares de música salsa, ha prendido todas las alarmas ante otros anuncios de cierre definitivos de bares, similares a los de Son Salomé, los cuales desde ya invitan a la reflexión.
De ahí que sea oportuno la relectura de un texto de investigación histórica y sociológica, como lo es el libro: “Salsa y Cultura Popular en Bogotá”, cuyos autores son los sociólogos Nelson Antonio Gómez Serrudo y Jefferson Jaramillo Marín, publicado por la Editorial de la Pontificia de la Universidad Javeriana, en coedición con la Universidad Autónoma de Colombia, en 2013. Esta obra de 246 páginas, reconstruye en sus cuatro capítulos, junto con los varios mapas ilustrativos en sus anexos, el proceso histórico de la forma cómo desde finales de los años 60 y comienzos de los 70, se instauró en el espacio urbano, una cartografía de lugares de baile y de escucha de una renovadora música que se comenzó a conocer desde entonces como salsa, pero que en su interior reunía los más disímiles ritmos afrocubanos.
Toda una novedad para entonces si se tiene en cuenta que, esta ciudad a 2.650 metros sobre el nivel del mar, es de una temperatura fría y de un trato social adusto, que, sin embargo, desde comienzos del siglo XX comenzó a ser una urbe receptora de inmigrantes de otras regiones del país, entre los cuales la colonia de los costeños del Atlántico y del Pacífico trajeron consigo nuevas experiencias socio culturales que lograron permear las costumbres conservadoras de los habitantes originarios de la capital. De alguna forma, este escenario socio cultural explica la consolidación de una ciudad cosmopolita y colorida, diversa, pluriétnica y multicultural, si se mira desde lo regional (la migración extranjera no ha sido en Colombia representativa en un gran número), lo cual posibilitó que, en las décadas anotadas, surgieran en el contexto del barrio popular los bares, barras, discotecas o salsotecas.
En este sentido, el análisis que los autores abordan, respecto a la salsa en Bogotá como una cultura popular, se explica en parte gracias a la migración interna desde otras regiones hacia la capital, que tuvo lugar históricamente como resultado de la expulsión forzada y del despojo de la tierra a miles de campesinos, producto de la violencia política generalizada en los campos, pero también porque la ciudad siempre ha sido un epicentro generador de empleo y de oportunidad de acceso a servicios educativos y culturales que hace 50 o 40 años no se conseguían en las ciudades intermedias.
Lo anterior, sumado a la particularidad que trae consigo la salsa y los tipos sociales que se encargan de producirla y consumirla, los cuales se originan desde la marginalidad para luego conquistar otros espacios sociales de privilegio, junto con los mecanismos de difusión de la radio, el cine, la televisión hasta llegar al Internet de hoy, contribuyeron a irrigar en el imaginario colectivo, pero especialmente en el territorio urbano a través de los bares, esta experiencia sonora y festiva específicamente oriunda del Caribe pero que la altiplanicie andina recibió con fervor y entusiasmo.
Los bares, aquellas cavernas románticas, refugios de amantes, plataformas de músicos trashumantes, lugares de encuentro para enamorados, canchas de juego para el flirteo de los desconocidos, puertos de desempleados, libretas de apuntes de poetas trasnochadores, balsas de naufragios etílicos, espacios de desahogo para el desengaño que se canta en el bolero, grietas de sombra para los bravos y malandros, pasarelas abiertas para el embrujo femenino, compuertas hacia el destino de las pistas para los bailadores, antes recubiertas del humo vacilante del tabaco, museos de la memoria musical a través de sus cuadros y retratos de leyendas, custodios del patrimonio sonoro de las ondas melódicas que expulsan los surcos de los vinilos y los rayos láser que leen en el disco compacto los sentimientos de los ausentes, barcos a la deriva de tormentas que provocan las conmociones políticas y sociales. Pero por sobre todas las cosas, escenarios de tolerancia y de goce inconcluso que sus devotos deben renovar cada fin de semana, para provocar de nuevo el éxtasis que generan los arreboles de la madrugada y el sudor que hace las veces de comunión con los dioses.
En otras palabras, sin esos territorios del goce, hoy en peligro de extinción, la rumba pierde sentido, pues ella se debe al contacto social y a la comunión colectiva de la fiesta, del salir de sí, del quitarse la máscara y brindar con los brazos en alto mirando al techo de luces de neón que es el cielo estrellado en un Bar salsero. Desde esta perspectiva, el libro de “Salsa y Cultura Popular en Bogotá”, se encarga de rescatar del olvido, con base en el testimonio aportado por testigos de primera mano a través de decenas de entrevistas y trabajo de campo, esa memoria colectiva alrededor de los primeros bares de salsa (algunos ya extintos y otros vigentes hasta antes de la pandemia actual), describirlos como receptáculos de sentido y generadores de identidad por parte de quienes fueron sus dueños, sus asistentes, sus difusores y consumidores, en otras palabras, por parte de quienes se los gozaron, “militantes de la rumba y el sabor”.
En palabras del prologuista del libro en mención, Alejandro Ulloa Sanmiguel, “los autores construyen una cartografía de las rutas, los ejes y las estrategias festivas generadas en torno a la salsa y el baile” p, 13. De esta forma, se entiende como esta territorialidad del goce festivo se va anclando en espacios singulares de la ciudad, con una alta carga de sentido para quienes los habitan, generando entre sí intercambios de clientes y de gustos musicales que finalmente configuran circuitos de rumba, como una especie de islas que se interconectan en toda la ciudad, gracias a imaginarias rutas de la salseridad, que se desarrollan a partir de diferentes horarios y prácticas. De ahí que existan sitios para el goce vespertino, para la rumba de cenicienta que va hasta la medianoche, la rumba de madrugada hasta las 3:00 am, junto con los llamados “amanecederos” o clubes privados, hasta los sitios ocultos para la autoridad que se van de descargas hasta la mañana siguiente.
Para el caso particular de Bogotá, tal y como lo ilustran Gómez Serrudo y Jaramillo Marín en su libro, la rumba salsera se inició desde finales de los 60 por el sur, con el primer circuito rumbero que se estableció en un municipio anexo llamado Soacha, desde el cual rápidamente saltó al popular barrio El Restrepo, y así de barrio en barrio para llegar a colonizar a mediados de los 70 el centro histórico de la ciudad, y desde ahí desplegar otros circuitos rumberos: La Macarena, Chapinero, Teusaquillo, Galerías, cada uno con sus respectivos bares o territorios de goce, hasta llegar al norte de la ciudad, con satélites en el occidente y oriente de la misma.
Nombres de discotecas, salsotecas, “rumbiaderos”, bares, como: “Casa Internacional de las Estrellas”, “Salsoul”; “El Palladium”; “Saoco”; “Calipso”; “Rumbaland”; “La Gaité”; “Melodías”; “El Scondite”; “La Jirafa Roja”; “La Bodeguita del Centro”; “El (primer) Goce Pagano”; “El Tunjo de Oro”; “QuiebraCanto”; “La Teja Corrida”; El (segundo) Goce Pagano”; “Mozambique”; “La Rumba de Efra”; “Borinquen”; “Tabogo”; “El Abuelo Pachanguero”; “La Bomba”; “Cachao”; “Galería Café Libro”; “Sandunguera”; “La Montaña del Oso”; “Punto Verde”; “Salsa Camará”; “Mulenze”; “Siboney”; “El Antifaz”; “Pachanga y Pochola”; “Salomé Pagana”; “Tibiri Tábara”; “Cuban Jazz Café”; “Ti Ti Có”. Estos son apenas una pequeña muestra, de nombres que activan la memoria musical salsera, que en su conjunto adquieren una carga de sentido a partir del “recorrido de la experiencia sensible”.
Lo sensible, ese sentido del recorrido que da la experiencia de buscar un bar para encontrar en este el baile, la escucha atenta, la gozadera, la cumbiamba, el agite, el bamboleo, el bembé, son apenas unas cuantas de las experiencias humanas alrededor del disfrute que se van con los bares que cierran y se renuevan con los bares que abren. Ahora bien, el nacer y morir de los bares salseros (y en general de todos los otros géneros), es una dinámica propia del negocio y de la industria de la rumba, pero en el contexto actual de pandemia, en medio de una de las crisis económicas más profundas, cuando a todos los establecimientos nocturnos les bajaron el taco de la luz de forma simultánea y abrupta, siendo los primeros negocios que debieron cerrar y, de llegar la cura, seguramente los últimos en abrir, nadie puede asegurar si para entonces haya combustible para que la función pueda continuar.
Desde este enfoque, cobra mayor relevancia la comprensión que se lleva a cabo en “Salsa y Cultura Popular en Bogotá”, respecto a la experiencia vivida y la educación sentimental territorializada que se construye en y desde los bares:
Los circuitos y los territorios de la rumba salsera bogotana descritos hasta ahora constituyen una experiencia de vida para los amantes del género durante cuarenta años ininterrumpidos. Estos espacios vitales configuran lo que aquí denominamos una escuela sentimental. Sus principales características son la formación de un gusto por el género, la configuración de una personalidad auditiva y la sedimentación de unas prácticas y unos rituales de aprendizaje. Esta educación sentimental está conectada a una cultura que se despliega en unos lugares de memoria festivos, la mayoría desaparecidos, pero algunos conservados y renovados con el tiempo. (P. 87)
Los más de cuarenta años ininterrumpidos de rumba salsera en los bares como territorios de goce, acaban de interrumpirse. El adiós de Son Salomé es apenas uno de tantos que ya se han dado y se seguirán dando, no solamente en Bogotá, sino también en Cali, Medellín, Barranquilla, y también en otros países del continente y del Caribe. Aunque en este contexto no se hable de pérdidas de vidas humana, ni de Unidades de Cuidado Intensivo ni de respiradores, sí estamos hablando de empleos que se pierden, de inversiones que se acaban y de deudas impagables que se acumulan. Porque la empresa cultural también se resiente, y es tan vital e importante como la vida misma, el SOS para los territorios del goce: los bares de salsa, no es una frivolidad en medio de la emergencia, sino una reflexión más en medio de la confusión para generar conciencia. Esperemos que llegue la vacuna entonces, y saber que queda “pal bailador”.
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